sábado, 12 de julio de 2008

LAS CARRERAS ECUESTRES DE SAN ANTÓN

D. Cristóbal Moral Mimbrera, montando a "Morito" en los postigos de la "calle del viento", momentos antes de la carrera. (Foto álbum familiar).


Antonio García Sanz.


De mi conversación con D. Cristóbal Moral Mimbrera.

Hace más de setenta años y parece que fue ayer; dice Cristóbal, el panadero, clavando la mirada en su retrato ecuestre de la pared del comedor.

Este hombre, entrañable y afable, lleno de la sabiduría que regalan los años vividos me cuenta con ingenio y detalle, frente a frente, aquellas carreras del día de San Antón que hace tanto dejaron de celebrarse sin saber por qué.

“Aquel caballo negro, cruzao, tenía una sangre… No era muy grande pero era vivo como él solo. Parecía entender a la gente cuando le gritaban: ¡Ale Morito, ale!. ¡Qué bueno era el joío! “.

A Cristóbal le brillan los ojos y mirándome tímidamente continúa relatando, seguro de si mismo y entusiasmado.

“...Todo el pueblo estaba allí, en las lindes del camino del Camposanto.

San Antón era uno de los días más esperados del año. Entonces no había tanta diversión como hoy. Habría en el pueblo más de cien caballos y yeguas, pero no corrían todos porque no todos tenían cualidades para la carrera o porque sus dueños no los dejaban correr.

Aquel diecisiete de enero del treinta y seis fue un día muy frío. Había llovido bastante días atrás y todavía estaba el camino plagado de charcos.

Por la mañana le eché bien de comer y en cuanto merendé fui a la cuadra que estaba en los postigos de la Calle del Viento, en la panadería de Martín. Le coloqué la montura y me bajé al Llano, despacio. Cuando llegué había mucha gente; serían las tres y media, creo yo. “

Por momentos creo ver a Cristóbal a lomos de su “Morito” enfilando la recta que lleva hasta la meta. Al saliente, según el curso de la carrera, un mar de olivos expectantes sienten en sus entrañas el tambaleo de la tierra al paso de los caballos. Guadalimar y Guadalquivir, lejanos y ajenos, serpentean jubilosos entre los chopos tiznados de ocre y de luz.

- “¡Vamos Cristóbal que tienes que ganar!; me decían los amigotes.
- ¿Quién sabe eso?, pensaba yo, mientras calentaba, al trote, mi caballo.

A las cuatro en punto nos situamos, al paso, en la línea de salida y al bajar el pañuelo galopamos como locos por aquel camino de Dios, angosto y peligroso, con la mirada puesta en la meta. El corto trayecto parecía infinito. Pensaba que no llegaríamos nunca.

A media carrera un caballo tordo perdió las manos derribando a su jinete que magullado y embarrado hasta los ojos se apartó gateando del camino; ¡Qué alivio!.

Como cohetes de feria llegamos hasta la meta, marcada con una línea de yeso donde comenzaban las cuevas. El alborozo era tremendo y ensordecedoras las palmas de los espectadores que agolpados, intentaban averiguar quien había entrado primero.

El premio aún está por entregar, pero la honrilla de haber ganado la llevo guardada en este viejo corazón.

A la noche, nos calentábamos en las lumbres y bailábamos hasta el amanecer, rueda tras rueda, rondando a las mozas que aquel día no se sentían tan observadas.

Liábamos un cigarro, bebíamos unos vasos y después, aquí paz y allí gloria.