miércoles, 11 de abril de 2012

TODO UN SANTO (I)

                                               
                               D. José Marcilla Hernández

Antonio García Sanz

Esta historia sólo pretende perpetuar la memoria de un gran sacerdote, de un gran hombre que algunos tuvieron la dicha de conocer y disfrutar. Otros, a través de ellos, hemos descubierto su valía, en una sociedad deprimida y en un momento histórico difícil para todos.
Los nombres de los personajes, si la hubiere, sería pura coincidencia con los de la realidad. Algunas mutaciones en los hechos narrados sólo pretenden dotar al texto de sentido literario. Lo que importa lo descubrirá el corazón del lector.
Se vivía el final de la cuarta década del siglo XX. El hambre, ineludible compañera de la mayoría de los pueblos de entonces se acomodaba también en el nuestro. El aire cálido de aquella mañana de verano se apresuraba a calentar las piedras de las calles del pueblo. Las mujeres barrían las puertas y de cuando en cuando hacían un descanso para murmurar en corro. Faltaba década y media para que Don Jacinto trajera parte del plan de desarrollo después de duras negociaciones con el gobernador, en la mesa del rincón, del ya desaparecido “Ideal bar” de la capital del Santo Reino.
Don Fernando había anunciado en la misa del domingo la inminente llegada del nuevo párroco que hasta entonces ejercía de coadjutor en la parroquia de la Encarnación de Arjonilla, donde al parecer había dado muestras de su preferencia por las clases más desfavorecidas.

- Dicen que es joven y que viene a vivir solo.

- Pues habrá que arreglarle la casa.

- Anda que como no sepa guisar .

- ¿Qué vamos a hacer?.

- Ya nos la arreglaremos como sea.

- No lo vamos a dejar que se muera de hambre.

Era José hijo de una familia acomodada, que habían educado a sus hijos en el amor a Dios y al prójimo. Fue su padre, D. Manuel y su madre Dª Sagrario; el uno de Navarra y la otra de Burgos. Nació el 28 de noviembre de 1913 en Madrid. Habiendo conseguido, D. Manuel, cátedra de escuelas industriales, fue trasladado a Linares donde ocupó plaza en la Escuela de Peritos de la vecina ciudad. De niño jugaba con sus hermanos: Manuel, Julia y Purificación y con los demás niños de la vecindad, distinguiéndose por su bondad y gran corazón. Cuando ejecutaba una travesura, acogía el castigo de sus progenitores con alegría, con lo cual, la situación volvía pronto a la más absoluta normalidad.
Estudió bachiller en Linares, obteniendo brillantes calificaciones, e hizo carrera de peritaje en Madrid, cursando posteriormente estudios superiores de arquitectura. Consiguió algún dinero pero no era feliz. Realizó el servicio militar en “Transmisiones” (Madrid). Allí fue donde escuchó la llamada de Dios, ingresando en el seminario de Comillas en 1935.Tenía entonces 22 años.
Durante la Guerra Civil Española el seminario permaneció cerrado, retomando la carrera eclesiástica una vez terminada la contienda nacional, en 1939.
Fue ordenado presbítero el día 23 de julio de 1947 a la edad de 34 años. Celebró su primera eucaristía en la parroquia de San Francisco de Linares, el diecisiete de agosto del mismo año; diez días antes de la mortal cogida del diestro Manuel Rodríguez Sánchez ,“Manolete”, en el coso de Santa Margarita de dicha ciudad.
En Arjonilla dormía en el “Hotel Palace”, como él mismo denominaba al camarote de encima del batipterio.
Una familia de aquel pueblo le regaló una almohada donde pudiera reclinar la cabeza mientras dormía en pleno suelo y él la puso bajo la cabeza de un “Cristo Yacente”.
Alguien le preguntó por ella y si pensarlo demasiado contestó:

- Con tanta comodidad no podía pegar ojo.

Era fácil encontrarlo con los niños, con los pobres y con los enfermos. Con los primeros jugaba a menudo remangándose la sotana cuando era menester, y con los otros compartía tiempo y mantel. Por las noches oraba largas horas ante el sagrario.

- Viene un camión lleno de gente.

- ¿ Y a dónde irán?

- ¡ Os traemos un santo! Gritaban a coro en lontananza.

- ¡Viva D. José!. Decían unos.

- ¡Viva!. Respondían los otros.

El Camión Bedford, aparcó en la plaza del pueblo quedando al instante rodeado por decenas de vecinos. D. José acababa de llegar a su nuevo destino. Arjonilleros y Jabalquinteños, enarbolando la misma bandera, procesionaron hasta el templo, arropando a D. José, que saludaba con manos y cabeza a cuantos a su paso se asomaban a la puerta de su casa. Recibidos por D. Fernando, su predecesor, caminaron sigilosamente hacia el sagrario donde se postraron y rezaron un buen rato. Era el día 3 de julio de 1949. Sin saberlo, sólo tendría cuatro años para depositar su semilla apostólica en Jabalquinto.
Apenas llegado a su destino, caminaba un día por la “Calle Llana”, entonces “Calvo Sotelo”, escoltado por un par de feligreses. Había iniciado una obra en la parroquia y no tenía más dinero que el del “cepillo” del domingo anterior. Se acercó un hombre elegantemente vestido y metiendo la mano en el bolsillo interior de su gabardina sacó un sobre de color caña.

- ¿Es usted D. José?.

- Para servirle, señor.

- Tenga, un donativo para la obra.

- Que Dios se lo pague buen hombre.

Aligerando el paso torcieron la calle y llegando a la casa del albañil pagó lo que se debía hasta entonces.

- ¿Sabéis una cosa?, dijo al dar la espalda a la puerta.

- ¿Qué D. José?, preguntaron los acompañantes.

- Pues, que Dios tiene más dinero que un torero.

Los tres, entre carcajadas, se perdieron por los pedregosos callejones.

Una tarde desapacible de aquel enero del cincuenta, al llegar los monaguillos a la sacristía notaron en D. José un extraño semblante. El más atrevido, sin mediar saludo, le preguntó:

- ¿Qué le pasa D. José?. Tiene usted mala cara.

- Nada de importancia, juanillo, que tengo un agujero en el estómago.

- Vaya usted al médico a que lo ponga bueno.

Notando la preocupación de sus pupilos dijo elevando el tono:

- ¡Que no hombre, que me mata!.

- Subid a la camareta y bajadme una cajeta alargada que hay sobre el cajón.

Subieron ambos y bajaron la caja del Abate Hamón nº 18 que contenía unas hierbas medicinales que tomaba habitualmente para el dolor de estómago.

Preparó en el infiernillo eléctrico, fiel compañero suyo, aquella medicina. Nada más hervir, la vertió en un vaso de cristal no del todo transparente.

- ¿Queréis probar?

Los chiquillos se miraban uno a otro sin abrir el pico.

- ¿Que si queréis probar alguno?, repitío Don José.

- Bueno. Se atrevió juanillo a decir, después de haberlo pensado un rato.

Tomando el recipiente entre las tiernas manecillas, lo acercó hasta su boca.

No hubo tocado aún aquel líquido opaco la campanilla del pequeñuelo, cuando inició su camino de retorno hacia la pared de la sacristía.

- Pero, ¿qué pasa Juan?.

- ¡Que esto está más amargo que las tueras!.

D. José carcajeando le dijo:

- ¡Anda hombre, dame, dame!.

Bebió sin parpadear y relamiéndose los labios dijo:

- ¡Hay que cosas tan ricas nos regala Dios!.

Ambos pillines se miraron sin articular palabra.

Aquel invierno fue intenso, los campos recibieron abundantemente el beneficio de la lluvia.
Uno de aquellos días viajó D. José hasta la vecina localidad de Linares, a visitar a su familia, entre otras cosas. Tenía para este tipo de desplazamientos una vespa de quinta mano, que él mismo, virtuosamente reparaba. Aparcó aquel artilugio en la “Plaza del Ayuntamiento” y con sus zapatos desgastados de tanto caminar por su particular mundo de Dios atravesaba sin titubeos “La Corredera”, cuando una mujer asidua a la parroquia que se encontraba por allí de compras se dirigió a él:

- ¡Buenos días Don José!.

- ¡Buenos nos los de Dios, María!.

- ¿Dónde va usted con esos zapatos rotos, hombre de Dios?.

- Nunca llevo rumbo fijo; donde quiera Dios.

- ¡Vamos, vamos, pase para adentro!.

Después de mucho insistir, aquella buena mujer consiguió que le acompañara al interior de la zapatería.
Poco tardó en encontrar algo de su agrado y menos aún en recuperar la calle, recién calzado, no sin antes agradecer a la feligresa su generosidad y al dependiente su amabilidad.
Apenas había dado tres pasos cuando se dio de bruces con un hombre del pueblo que buscaba la espartería. Llevaba las alpargatas empapadas de agua y un tanto ennegrecidas del uso.

- ¿Dónde caminas, Alfonso?.

- A comprar un cabo de soga “pa” la jáquima.

- ¿Y usted, Don José?.

- Yo. Aquí luchando con estos zapatos que me están matando. Si te estuvieran bien me harías un favor bien grande.

No había terminado de hablar aquel pobre hombre, cuando ya se había descalzado, Don José.

- ¡Venga pruébatelos!.

- ¡Son los míos, Don José, son los míos¡.

- ¡No se hable más!.

Se apresuró a plantarse las ajenas alpargatas y en cuanto las tuvo puestas exclamo:

- ¡Ahora si que me he “quedao” a gusto!. ¡Qué descanso más grande!.

Zacarías, el comerciante, que había vivido la escena, desde detrás de los cristales, no dudó en tomar un nuevo par, atravesar la puerta y ponerlo en las manos de Don José.
Aquel crudo invierno fue remitiendo; atrás quedaron los desapacibles días, que poco a poco fueron dando paso a una luminosa y colorida primavera.
Todas las tardes, la chiquillería, se concentraba en las inmediaciones de la iglesia jugando los unos al fútbol y las otras a la rayuela. Don José siempre encontraba un momento para compartir con ellos. Peloteaba con la sotana arremangada y dibujaba bonitas figuras de ”rayuela” con el primer yesón que cayera en su mano.

- Os prometo que cuando llegue el verano haremos una excursión al campo.

- ¿De verdad, Don José?, ¿De verdad?

- ¿Acaso creéis que yo puedo mentir?

- ¡0jalá que mañana fuera verano!, dijo Antoñito, entusiasmado.

Mientras los días se alargaban, las noches se acortaban y al atardecer, el aire se llenaba de trinos de gorrión buscando su cobijo en el viejo eucalipto de la Plaza.

- ¿Sabéis que día es mañana?

- Sábado, dijeron algunos.

- ¿Queréis que vayamos al campo?

- ¡Sí!, contestaron a coro.

- Pues, a las diez de la mañana, Dios mediante, nos vemos aquí.

Desde bien temprano se oían las tiernas vocecillas de los zagales que merodeaban por los alrededores del templo.
Llegó D. José, pasaron dentro, rezaron un padrenuestro y un avemaría y pidieron a Dios que fuera con ellos.
Bajaron la calle de Nuestro Padre Jesús, y tomando el camino de la estación llegaron hasta los arroyos a cobijarse de los rayos del sol bajo el verde y frondoso manto de una gigantesca higuera. El cura y los chiquillos, degustando previamente los exquisitos frutos, continuaron sin demora su camino. Durante el trayecto contaba historias sagradas a los inquietos excursionistas que escuchaban entusiasmados su relato.
Entre actividades culturales, religiosas y lúdicas, al aire libre, apeonaban por el camino de los almendros rumbo al pueblo.
Mientras Juan Antonio, resoplaba sin parar, al ver de lejos el estrepitoso serpenteo de la cuesta, don José creyó escuchar a lo lejos la llamada de alguien. Pronto descubriría que se trataba de un hombre que arreglaba las matas cerca de “la encrucijada de los caminos” y que había divisado al grupo entre los olivos.

- ¡Pase usted don José y verá que sandías más hermosas estoy criando!.

- ¿Con todos estos?.

- ¡Pues claro, hombre!.

Don José pidiendo prudencia y recato a sus discípulos, hizo pasar a todos colocándolos alrededor de la choza, donde sentada cerca de una mesa de raro diseño, troceaba un par de tomates, la mujer del dueño del melonar.
Los pequeñuelos no apartaban la mirada de Don José que caminaba entre aquellas largas hiladas verdes, escuchando atentamente las entusiastas explicaciones de aquel especialista en forraje.
Todos juntos, engulleron los manjares con que fueron obsequiados, reiniciando el camino que les llevaría definitivamente a la cima.
Entre cánticos y vítores llegaron al pueblo por el camino del tejar.

Ya hemos venido
Un poco cansados
Y con don José
Que bien lo hemos pasado.
Mucho hemos reído
Mucho hemos jugado
Y a Jabalquinto
Por fin hemos llegado.

Entraron en el templo, dieron gracias a Dios por haberle regalado este día inolvidable y el grupo se disolvió como la espuma hasta una nueva ocasión.
No cesaba Don José en su intensa labor pastoral. Aún siendo hombre más de hechos que de palabras, la parroquia se llenaba de fieles en cada celebración. A algunos les incomodaba sus sermones, a otros, sin embargo les servían para crecer como personas y formarse como cristianos.
Muestra de su celo apostólico fueron “las misiones”, organizadas en el año 1951. Pensó que no vendría mal la buena disposición de los padres misioneros para curar espiritualmente a aquella sociedad de la posguerra que deambulaba entre la tristeza, la pobreza y el hambre.
Los padres Sarabia, Carrascosa, Labastida, Sebastián y Lucas, llegaron al pueblo respondiendo a la llamada del párroco que junto a un nutrido grupo de fieles salieron a recibirlos, el día de su llegada. Misas, charlas, retiros, rosarios, ejercicios, exposiciones, procesiones, etc, motivaban e iluminaban a la comunidad en este camino de espinas que la historia había dispuesto. Jabalquinteños y jabalquinteñas agradecían a todos su labor con cánticos como los que transcribo a continuación:

Que viva la palma
Que viva el romero
Que viva Don José
Y los misioneros.
Si los misioneros
No hubieran venido
Jabalquinto entero
Se hubiera perdido.

A los pocos días de aquel evento religioso, recibió Don José la noticia de que un hombre se encontraba enfermo. Llevaba un tiempo sin poder trabajar y la familia no levantaba cabeza. Por la tarde al acabar la misa bajó hasta la cueva donde vivían.

- ¿Quién anda por aquí?.

- Pues ya ve usted, Don José.

- Me he enterado que estabas pachucho y he dicho: ¡voy a ver a Manuel!.

- Se lo agradezco mucho.

- ¿Necesitas algo que yo pueda hacer?

- Necesitar, necesitar, pues trabajar “pa” criar a los chiquillos, pero ahora…

- Bueno hombre, no te preocupes que no hay mal que cien años dure.

En estas estaban los dos mientras los chiquillos correteaban en la puerta de la cueva.

- ¡Nenes pasad “pa” adentro que ya es de noche y os vais a caer por el terraplen!, dijo la madre a sus hijos.

- ¡Ya vamos mama!.

Cuando entraron, Don José bromeó con ellos sacándole a cada uno dos reales de la oreja.

La cueva iba quedando en penumbra y María, presurosa, encendió el candil que descansaba sobre el desván de la vetusta chimenea.
Al tiempo de despedirse de la familia, Don José sacó un cigarro, ya liado, de su petaca y se lo dio a Manuel.

- Ya sabes que no debes fumar con esa tos que tienes, pero te doy este cigarro si me prometes que lo encenderás por la mañana.

- Como usted mande.

- Buenas noches tengáis, que Dios os bendiga.

- Buenas noches, Don José.

No habría llegado todavía Don José a la vereda que llevaba hasta la calle, cuando Manuel, observando una y otra vez aquel extraño cigarro que había dejado la inesperada visita sobre la mesa, descubrió en su interior, muy bien acomodado, un billete de veinticinco pesetas. Con sumo cuidado lo extrajo del estrecho habitáculo, lo estiró y con visibles muestras de emoción lo dio a su esposa para que lo administrara.
Era también Don José, párroco de Torrubia y sobre aquel artilugio mecánico sobre ruedas, que ya conoce el lector, se desplazaba semanalmente a celebrar la Eucaristía con aquellas buenas gentes.
Cuentan los más mayores la siguiente historia:
Era Domingo, y Don José llegó para celebrar la Santa misa como de costumbre. Al terminar recibió, en la sacristía, la visita de Don Dionisio.

- ¡Buenas tarde, Don José!.

- ¡Muy buenas tardes nos de Dios, Don Dionisio!.

- Vengo a pedirle un favor.

- Usted dirá.

- Me gustaría que bendijera usted, si a bien lo tiene, la nueva granja que hemos construido.

- Eso está hecho en un "santiamén".

Se desplazaron hasta el lugar, seguidos por la muchedumbre. Al llegar al sitio, después de santiguarse, tomó el hisopo que llevaba el monaguillo y bendijo todos y cada uno de los rincones de aquel recinto. Pronunció una breve oración que terminó con el amén de la concurrencia.
Antes de despedirse se acercó Don Dionisio y le preguntó.

- ¿Qué le parece a usted el aposento que le hemos preparado al ganado?

- El aposento está muy bien, Don Dionisio.

- Ya sabía yo que a usted le gustaría.

- Si, si, pero lo que no me gusta tanto es que los animales vivan como debieran vivir las personas y las personas como debieran vivir los animales.

Aquella diáfana y atrevida opinión no gustó demasiado al propietario. Los asistentes, algo alejados, comentaban el rifirrafe. El séquito se despidió pero no todo volvió a ser como antes.
Este hombre tan singular, continuaría aunque no por mucho tiempo, rigiendo los destinos de la Encarnación de Jabalquinto. Dejamos para otra ocasión otras muestras de su labor que aún son recordadas por quienes con él las vivieron.