Entre 1953 y 1955, fue destinado a Torrubia y a la capellanía del Hospital de Linares. De 1955 a 1956 fue nombrado coadjutor de la Parroquia de San Francisco de Linares (Jaén).
El día 9 de Julio de 1956 recibió nombramiento como ecónomo de Santa Elena (Jaén).
En muchas ocasiones y a lo largo de once años había cursado solicitud al Sr. Obispo de Jaén para obtener permiso e irse de misionero a América. Finalmente y después de tanta insistencia, y mediación del Obispo D. Rafael Álvarez Lara obtuvo permiso de Don Félix Romero Mengíbar, entonces obispo de Jaén, para trasladarse a Santo Domingo (República Dominicana) y realizar su misión.
Por fin, el día 24 de Octubre de 1958, embarcó en el puerto de Barcelona. En la motonave “Satrústegui” realizó la travesía, que duró diecinueve días, y le llevó hasta su destino.
El día 13 de noviembre llegó a Ciudad Trujillo.
Tras dejar su hato donde Dios dispuso, se propuso conocer uno de los poblados más cercanos a la ciudad y que habría de atender.
El cielo lo recibió con un tremendo aguacero; arremangándose la sotana ayudó a una numerosa familia a la que aquel fuerte chubasco, había desecho la cubierta de su humilde hogar.
Después de la tempestad llegó la calma y en cuanto aquel lugar quedó para seguir malviviendo, se dispuso a regresar a la ciudad.
Oteaba el horizonte con su mirada y tomaba las riendas de aquel caballo que le servía en sus desplazamientos a las secciones más inaccesibles.
-¿Qué piensa padrecito?, preguntó un mozalbete, de color, que se encontraba observando a sus espaldas.
Don José, se da la vuelta enérgicamente y alargando su brazo estrecha la mano con la de aquel buen mozo.
-Me llamo José y vengo a ayudar.
-Pues entonces tiene tarea.
-La tarea es ahora regresar al pueblo.
-¿Qué sabes hacer?
-No tengo oficio ni beneficio.
-Si tuvieras tiempo y ganas podrías acompañarme unos días hasta que yo conozca estos caminos de Dios.
Al muchacho se le iluminó el rostro, mostrando una alegría inusual, no dudando la respuesta:
-Pues claro que sí, Don José, conozco esto como la palma de mi mano.
En un santiamén encontró, el sacerdote, al lazarillo que le serviría de guía y compaña en aquellos tres largos e intensos años que habría de misionar allí.
- A todo esto, ¿Cómo te llamas?.
-Ramírez, padrecito, Ramírez.
-Bueno, Ramírez, volvamos a San Rafael.
Bien entrada la noche llegaron ambos a la parroquia; era el primer día del mes de enero de aquel año de mil novecientos cincuenta y nueve.
Al terminar de asearse prendió la mecha de una vela usada, tomó su pluma y sentado en la mesa de la sacristía se dispuso a escribir a su amigo Manuel:
“Muy Estimado Manuel: Te deseo muy feliz día y próspero año nuevo en compañía de tu familia.
El día veinticuatro de octubre, salí de Barcelona y llegué a Ciudad Trujillo el día trece de noviembre, unos diecinueve días en barco.
El día doce de diciembre llegamos a este pueblo y desde aquí atendemos a seis poblados; a tres de ellos se puede ir en coche, pero a los otros hay que ir a caballo. Dicen que van a hacer una carretera y entonces será más fácil.
Como no sé conducir coches voy a caballo y salgo los domingos para regresar los miércoles por la tarde.
Estas gentes son sencillas y dóciles. El gobierno tiene un concordato con la Santa Sede, como en España…
Que aún cuando estamos muy lejos, para el pensamiento y la oración no hay distancias…
El personal de aquí es muy religioso. Dios me está concediendo buena salud y todo lo que como me viene bien a pesar de que muchas cosas no las conocía…”
De poblado en poblado, de sección en sección, entre el domingo y el miércoles iba sembrando el amor con la Palabra y los hechos en los corazones de aquellas buenas gentes.
Su fama se extendía como la espuma y en todos los suburbios se hablaba ya de aquel cura que había llegado nuevo y estaba transformándolo todo.
El mismo presidente de la República, Rafael Leónidas Trujillo, tras información recibida de su modo y forma de proceder y del contenido de sus homilías, tomó la decisión de ir a conocerlo y comprobar “in situ” lo cierto y razón de su popularidad.
Mientras Don José seguía construyendo obras materiales y espirituales recibió, por sorpresa, la visita del presidente.
No tuvo necesidad de preguntar para adivinar la llegada del distinguido visitante.
Tras el protocolario saludo y frente a frente, tomó la palabra el mandamás.
-¡Con que éste es el sacerdote español, comunista!
-No, Señor, yo no soy comunista, yo sólo soy sacerdote.
-¡Bueno, bueno, nunca se puede fiar uno de nadie, ya sabe usted, sólo hay que fiarse de Dios!
-Claro que sí, pero Dios también está en el corazón de las personas y mi misión más importante, aquí, es intentar que Él viva en los corazones de esta humilde gente.
Aprovechando esta magnífica oportunidad que el cielo le había regalado, continua diciendo:
- Me gustaría, Sr. Presidente, con todo mi respeto y consideración, y conociendo bien su generosidad, suplicar que escuche y atienda algunas de nuestras necesidades más urgentes.
-Diga, diga.
-Necesitamos un proyector de vistas fijas para la catequesis y el cine, un magnetófono para alegrar la vida de estas personas y para la oración y las celebraciones, y también un Land Rover para atender las secciones más lejanas.
Entre irónicas carcajadas, se pronuncia el presidente,
-Pide usted más que un cura.
-Como un cura, Señor, como un cura. No pido para mí, sino para ellos, lo necesitan.
-Pues cuente usted, entonces, con ello y ayúdeles todo lo que pueda.
-Así lo haré hasta el último día, no lo dude.
Ambos recorrieron las obras que se estaban ejecutando en la parroquia y en otras dependencias sociales seguidos por la mirada perpleja de cientos de almas que en aquella hora no entendían que el propio presidente de la república hubiera venido a conocer a su pastor.
La sinceridad de Don José y su lenguaje sencillo, preciso y directo tocaron las entrañas del presidente, quien quedó comprometido a subvencionar las obras sociales emprendidas por el fiel misionero.
A los pocos días de la entrevista se hicieron realidad las promesas del dictador y fueron llegando a aquel patronato, que llevaba su nombre, abundantes aportaciones materiales que vinieron a paliar muchas de las necesidades de aquellos habitantes.
Transcurridos tres años de su llegada y habiendo capeado junto a su fiel escudero, Ramírez, aguaceros, vientos y mareas, fue destinado al barrio más pobre, desvalido y abandonado de toda aquella olvidada geografía: “Gualey”.
Podemos considerar con acierto, a Gualey, como el epicentro de la gran obra humana, social y apostolar que nuestro personaje realizó en la República Dominicana. Convendría conocer, en este punto, lo pasado y lo presente de este barrio que lucha permanentemente por borrar la marca que el tiempo le ha dejado.
Gualey es un barrio popular de Santo Domingo, allá en la República Dominicana. Cuando se oye su nombre, inmediatamente se asocia a hechos violentos, calles inseguras y enfrentamientos entre bandas, generando una percepción que no contribuye ni a su imagen ni a su desarrollo. Sin embargo, esta comunidad posee innumerables cualidades y personas valiosas, muchas de las cuales han salido de esa realidad, con tesón, esfuerzo y mil y una ayuda, incluida la divina.
Geográficamente se sitúa en el litoral oeste del río Ozama, en el Distrito Nacional. Fue fundado en el año 1957 por un grupo de familias pobres que fueron desalojadas de Farís, así como por emigrantes de zonas rurales y empobrecidas del país, a quienes el dictador, Rafael Leonidas Trujillo Molina, cedió los terrenos que hoy ocupan los habitantes de esta barriada.
Al inicio de su fundación, tuvo por nombre Pinar del Río, en honor a la provincia cubana del mismo nombre; luego se llamó San Rafael para resaltar la figura del sátrapa gobernante de la época y más tarde fue renombrado como Gualey.
Lejos de lo que se pudiera pensar, este barrio cuenta hoy con muchos ciudadanos y ciudadanas interesados en el desarrollo y bienestar, tanto de su comunidad como del país.
Para estos fines, sus moradores se han ocupado en organizaciones e instituciones que forman el Consejo de Desarrollo Barrial de Gualey, desde donde luchan por las necesidades comunes de la colectividad, diseñando y ejecutando novedosos programas en favor de sus habitantes.
De topología abrupta, por la que transcurren siete cañadas formadas por las frecuentes correntías; sus casas, fabricadas con diversos materiales entre los que se incluyen, madera, lata y cartón, se hayan diseminadas por la ladera, en cuyo fondo discurren las turbias aguas del Ozama. Sólo una cuarta parte de las viviendas podrían considerarse dignamente construidas.
Las calles, en su mayoría, carecen de asfalto; los que habitan las partes más bajas soportan las peores condiciones, especialmente en tiempo de lluvias, donde son frecuentes las inundaciones. Plagas, enfermedades y contaminaciones acuíferas son parte de los graves problemas a los que se enfrenta una población, hoy como ayer, muy deprimida.
Aún siendo parte de Santo Domingo, Gualey, tiene su propia historia que nace unas cincuenta décadas atrás.
Actualmente el barrio se subdivide en: Los Cañitos, San Rafael y Gualey, propiamente dicho.
Allí vivían, como ratas, en aquel tiempo, unas cuarenta mil almas. Miles de chozas y chabolas servían de límite a aquellos angostos caminos que serpenteaban las laderas del montículo. El olor a podredumbre perfumaba el aire y las infecciones y las consecuentes fiebres se apoderaban de aquellas pobres gentes, no habiendo dependencias parroquiales, ni de ninguna otra índole, que sirvieran de cobijo y utilidad en la atención de los enfermos.
La tristeza y el descubrimiento de tanta injusticia se apoderaron por instantes de Don José que meditaba en su interior y rezaba a Dios diciendo:
- ¡Qué ven mis ojos, Dios mío! Pon tu mano poderosa y transfórmalo todo. Haz que desaparezcan, la pobreza, la miseria y el hambre. Sana a tus hijos enfermos y devuélveles la alegría y la esperanza.
La parroquia era un cobertizo hecho de madera, y escondido tras el altar, un viejo banco le servía de lecho. Antes del amanecer salía al descampado para hacer sus necesidades.
Como hiciera en su anterior destino, y sin demora, siempre acompañado por Ramírez, su fiel guía y colaborador se puso, manos a la obra, unas veces a pie y otras a lomos de su caballo.
Coronada la cumbre de la ladera contempla, por vez primera, lo que sería su nuevo domicilio y misión durante un nuevo tiempo, lleno de peligros y penalidades.
El bajo de su sotana se perdía entre el matorral y el barro y sus alpargatas dejaban oír el guachineo que paso a paso recordaba el efecto de la tormenta que apenas unas horas antes se había dejado sentir en aquel inhóspito lugar. Hombres, mujeres y niños rehacían lo que había dejado de ser su hogar.
Don José, dejando las riendas a Ramírez y otorgándole libertad para el acomodo del jamelgo, descendió a aquel infierno para unir sus manos a las de estas humildes gentes, en el ilusionante proyecto de reconstruir lo que habían perdido.
-¿Cuál es tu gracia, buen hombre?
-Facundo, respondió un varón de enjuto semblante, entre sollozos y lamentos.
-Yo soy José.
-¿A qué ha venido?
-A hacer lo que Dios me pide, si es que tú me dejas.
-Cómo no, D. José, sus manos y otras muchas serían pocas para poner orden en todo este desconcierto.
-No te preocupes que Dios aprieta pero no ahoga; entre nosotros y Él, construiremos aquí un gran barrio donde podamos vivir como a Él le gusta.
-Que Dios le oiga, padrecito.
Entre el ánimo y la desolación continuaron la tarea de adecentar aquel bochinche de madera y latón.
A media tarde lograron enderezar lo torcido y como si los hubieran echado a suertes, fueron ocupando los rincones de aquel desolador habitáculo, dejando caer sus maltrechas anatomías sobre paneles de madera forrados de cartón.
Entre tanto, Ramírez y Don José, sorteando mil y una dificultades, llegaron al recinto que hacía las veces de parroquia, allá en el poblado; se hincaron de rodillas delante del Señor y rezaron un buen rato.