domingo, 15 de febrero de 2009

LA LEYENDA DEL "ENCANTAO"


Antonio García Sanz

En plena Vega del Guadalquivir, en la ribera derecha según el curso del río y dentro del término municipal de Jabalquinto, se halla sostenida por el único cimiento del tiempo, una cueva morisca, aunque de origen romano, construida en piedra, que alberga en su interior un aljibe de idénticos rasgos.

Sabedores del conocimiento y dominio hidrográfico que los árabes poseían, cabe pensar, sin riesgo de equivocarse, que debió ser utilizada por nuestros antepasados y hermanos para regar las próximas y fértiles tierras circundantes.

Una higuera ancestral se erige, placentera, entre la maleza que abraza la cueva.

La única vía de acceso es una veredita estrecha e inclinada que nos conduce hasta su misma boca.

Como único testigo, un estrepitoso vacío entrerramado, que deja entrever el sereno discurrir de unas aguas sabedoras del largo camino que aún les queda por recorrer.

Un fino y corto hilo de agua cristalina se desliza, diligente, para unirse definitivamente a sus compañeras de viaje.


ANTECEDENTES HISTÓRICOS



De este bello paraje, recubierto hoy de álamos y olivos, ayer de tierra polvorienta y espadas entrelazadas; daba cuenta el historiador local Mateo Francisco de Rivas, en su “Memoria Histórica sobre la villa de Jabalquinto”, allá por el año 1.797, de la siguiente manera:

“Existen en sus inmediaciones ciertos desmantelados terrenos de su fuerte y famoso castillo llamado Esclamel por la historia general de España, que mandó derribar con su antemuro y reductos el Santo Rey D. Fernando, sin que le quedase otra reliquia que la mina de comunicación murada de arquitectura Gótica, que conserva por bajo del río Guadalimar con la torre de Mengíbar”.

“De Ventosilla, no ha quedado más monumento que el que se reconoce por cima de la huerta de su título con nombre de Encantado, el qual se reduce a una concavidad repartida en diferentes piezas circulares o anfiteátricas de construcción romana, de donde se han sacado columnas bien pulimentadas, figurones de fuente y ciertas monedas de oro y plata del emperador Vitelio”.

Continua narrando el citado historiador:

“De estas medallas o monedas antiguas se han encontrado varias en este término, sin conocerse el sitio ni ser de interés, a excepción de ciertas arábigas de oro y plata sin estudiar, de que conservamos exemplares por raros y apreciables, y otra de igual mérito y última especie hallada en las ruinas de ossigi o Ventosilla del Emperador Aulo Vitelio Germánico, hijo de L. Vitelio, sucesor de M. Salvio Oton, año 69 de C.”



LA LEYENDA


Pervive aún en la frágil memoria de los viejos del lugar la siguiente leyenda:

Era mediodía, El bochorno apuntillaba la tierna espalda de Luis, Juan y Teresa, que aporreaban silenciosos el polvo del camino entre descampados y olivos.

Teresa, custodiada por sus hermanos, sostenía celosamente en la centenaria capacha, el magullado puchero que contenía un bullidor cocido preparado amorosamente por la madre.

Entre Tomás y sus hijos mediaban dos largos e inclinados kilómetros todavía.

El padre, en lontananza, inclinaba una y otra vez su cuerpo sudoroso sobre a amarillenta mies recién segada.

Luis, el más pequeño, se agachaba de cuando en cuando a recoger las piedras del camino mientras los sabios pajarillos silvestres huían de rama en rama adivinando sus intenciones.

Ya divisan Ventosilla. El pilar recibe, cariñoso, el abundante chorro de agua subterránea.

Teresa, diligente, deja reposar cuidadosamente la desventurada capacha sobre el verde prado circundante; entre tanto sus hermanos chapotean el agua con las manos, clavando los ojos en el horizonte.

- ¡ Padre ¡, grita Juan, el mediano.

Tomás, reposado, se incorpora torciendo tímidamente la mirada sobre sus hijos.

Los cuatro, juntos como tantas veces, se sientan sobre el borde del sembrado. Y Teresa presenta la ofrenda al padre que la acoge pleno de regocijo. Sus pupilas centellean por momentos, clavadas en el deleitoso manjar recién caído del cielo.

Poco a poco el fondo del puchero va ganando nitidez. Ya se escucha claramente la metálica melodía. Los niños, estatuados, no consiguen apartar la mirada de su padre.

El sustento apenas engullido, unido al calor ineludible hacen pesada la siega para Tomás; quien profundo conocedor de la proximidad del “Encantao”, invita gentilmente a sus hijos a acercarse para llenar la desnutrida botija.

Los niños inmutaron cuando al dar vista a la cueva descubrieron la presencia de una bella dama cuyas extremidades inferiores habían adoptado la asombrosa forma de un pez.

- ¡ Una sirena ¡, deletrea Teresa, la mayor de los hermanos.

Los tres huyeron desapoderadamente, sin mediar palabra, hacia el lugar donde esperaba impaciente el sediento padre.

Una vez a salvo contáronle lo ocurrido, notando que el recipiente se hallaba repleto de la insólita e insípida agua cristalina.