martes, 8 de noviembre de 2022

DE LA CARRERA A LA PLAZA


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“La Carrera” fue, hasta hace siete u ocho décadas, lugar de paseo y recreo de los jabalquinteños y jabalquinteñas. Por su situación privilegiada, desde donde se divisa el serpenteo de los ríos Guadalimar y Guadalquivir, entre otros espectáculos naturales, se erige como mirador natural de la población. En lontananza, el río primero vierte sus aguas en el segundo y pierde su nombre. El paraje es popularmente conocido como “Las Juntas”; frente a él, “El Encantao”, antigua fuente romana decorada entonces, con figurones, en el margen izquierdo del “Camino de los Romanos” o “Vía Augusta” (S. I d. C.)

 

En esta fuente, oasis en el camino hacia “La Venta del Arco”, de la que se habla en la Memoria Histórica de Mateo Francisco de Rivas y Soriano (1797), y que los árabes supieron aprovechar para regar las ricas huertas y fértiles tierras circundantes, encontró su origen la famosa “Leyenda del Encantao”, que presenta como protagonistas a tres hermanos pequeños, al padre de ellos y a una sirena que, de cuando en cuando, emergía de sus aguas cristalinas.

 

La Vía Augusta, fue considerada la ruta terrestre más importante de la provincia Bética. Partía, para nuestro interés, desde Cástulo, teniendo su meta en Cádiz (Gades), aunque su origen se situaba en Roma. Discurría a través de un trazado llano, siguiendo la corriente del río Guadalquivir y abrazada él: Cástulo, Venta del Arco (Jaén), Villanueva de la Reina (Jaén), Marmolejo (Jaén), Montoro (córdoba), Puente Mocho (Córdoba), Córdoba,  Écija (Sevilla), Carmona (Sevilla), Torre de los Herberos (Sevilla), Torres de Alocaz (Sevilla), Cerro de Vicos (Cádiz), Puerto Real (Cádiz) y Cádiz.

 

A nuestra espalda, la Ermita, conocida como “Ermita de la Carrera”, e identificada por el profesor e historiador, Ruiz Calvente, como Ermita de las Mercedes y san Juan Bautista, que fuera mandada a construir por la Sra. Marquesa Dña. Catalina de Rojas y Sandoval, sobrina del obispo de Jaén D. Baltasar Moscoso y Sandoval y esposa del primer Marqués de Jabalquinto, Manuel de Benavides III, allá por 1635.

 

A escasos metros de ésta, el Palacio de los Benavides y Condes de Benavente, marqueses de Jabalquinto, que desde el siglo XVI a la actualidad ha sufrido diversas transformaciones. Unida a él, la casa del administrador del marqués, que reconvertida hoy en restaurante, conserva afortunadamente su fachada original.

 

Al frente, de no haber sido derruida a principio de los ochenta, seguiríamos contemplando hoy la antigua Casa Consistorial, tal como indicaba el rótulo de su propia fachada. Se hallaba situada en la esquina de la antes conocida como “Calle Nueva”,  hoy, “Calle de Joaquín Ruiz Álvarez”, alcalde que fue del municipio durante cuarenta años consecutivos, lo que le hizo merecer el título honorífico de “Alcalde Decano de España”, según se puede leer en las crónicas de D. Lope de Sosa. En su tiempo, entre otros logros, se consiguió traer la luz al pueblo desde la central eléctrica conocida como “La Milagrosa”, propiedad del mengibareño, D. Manuel de la Chica.

 

Esta calle, posiblemente, la más antigua del pueblo, conecta en su extremo este con la Parroquia de la Encarnación, construida en 1577 y que se ajusta a modelos vandelvirianos. Por su extremo oeste, lo hace con el Palacio de los Marqueses de Jabalquinto, actual ayuntamiento, ligando así lo noble y lo religioso. A lo largo de la misma destacan antiguas casonas que pertenecieron a familias muy distinguidas.

 

El antiguo ayuntamiento, de planta rectangular y sobria arquitectura, construido a finales del siglo XIX, abría su puerta principal a la calle Joaquín Ruiz Álvarez, enmarcada por un arco de medio punto; sobre éste, el balcón principal correspondiente al salón de plenos, cubierto parcialmente por una vistosa cornisa. Por techumbre un tejado a cuatro aguas. En su esquina oeste dos puertas acristaladas daban acceso a un balcón corrido, en escuadra, cerrado con reja de hierro y cubierto por una cornisa de idéntica forma a la anterior; tras ella emergía una torre de reloj. Dos pares de ventanas por planta daban forma definitiva a la fachada principal del edificio.

 

En la pared oeste, dos nuevas ventanas en la planta baja, de sencilla reja y una en su planta alta, de idéntica forma. Una angosta puerta, sobre la que resalta un escudo, indescriptible, y un cartel con la inscripción: “Calle de Cervantes”, completaban el conjunto.

 

En su interior, un espacioso recibidor, en cuyo perímetro se ubicaban algunas dependencias, el juzgado y un pequeño aseo. Al fondo una ancha y profunda  escalera de piedra, conducía hasta un sótano oscuro y húmedo donde se ocultaban los calabozos. De esta planta baja arrancaba otra escalera con peldaños de madera que conectaba con el salón de plenos, la alcaldía y las oficinas municipales. Una sencilla baranda de hierro corría por el exterior ofreciendo seguridad y protección al usuario.

 

A escasos cien metros, torciendo la esquina oeste de este emblemático edificio y descendiendo a través de la “calle Cervantes”, nos escoltan otras dos antiguas casonas, a escasos metros de la “Plaza de España”. A su entrada nos recibía, hasta la década de los setenta, un viejo eucalipto, punto de reunión de jóvenes y mayores y morada habitual de cientos y cientos de ruidosos pajarillos. A sus pies, dos caños de agua, venida desde la “Fuente Nueva”, saciaba, previo pago, la sed de los habitantes.

 

“La Fuente Nueva”, construida en época de Fernando VII, sigue informándonos, tímidamente, sobre su origen, en su deteriorada coronación:

 

“SIENDO REY FERNANDO 7. AÑO DE 1830”.

 

 Curiosamente, quien plasmó la inscripción desconocía la numeración romana o pecó de excesiva originalidad.

 

En nuestra  Plaza, como en cualquier otra, se desarrollaba el comercio en la antigüedad: Herrerías, alpargaterías, barberías, panaderías, carnicerías, mercerías, tiendas textiles, economato, tabernas, e incluso un casino donde los hombres podían leer la prensa diaria, oír “El Parte”, participar en las tertulias y organizar sus partidas, ya en época más reciente.

 

Por las mañanas, los vendedores ambulantes ocupaban sus puestos y pregonaban con gracejo y energía, sus productos, con la buena intención de abastecer a la población y engordar su economía. Éstos procedían mayoritariamente de la agricultura y de la huerta: Habas, garbanzos, lentejas, habichuelas, tomates, ajos, cebollas, pimientos, berenjenas, melones, uvas, sandías, entre otros, componían la dieta jabalquinteña de entonces, en su parte más asequible.

 

Entre tanto, por nuestras angostas y pedregosas callejas, deambulaban: Afiladores, hojalateros, caldereros, cordeleros, lañadores, meleros, paseros, silleros, veloneros, aguadores y otros profesionales y artesanos que se ganaban la vida, a diario, anunciando, reparando o vendiendo su mercancía. Todo un lujo del que hoy carecemos. 

 

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